CAMINOS DEL PASADO
PETER
¿Tienes todo? – la pregunté a Mía
antes de introducirnos dentro de mi coche.
Decidimos que conduciría yo,
porque al ser mayor que ella tengo más experiencia conduciendo, también para
no perdernos.
-
Sí, me hecho varias listas. Una para las cosas
importantes, como medicinas, cremas, etc. Otra para las cosas menos importantes, como los gofres que tanto te gustan o la barca hinchable. ¿Para qué la queremos?
Bueno otra para revisar las listas y otra para asegurarme de que a ti no te
faltaba nada. No te falta nada ¿Verdad? – lo dijo de forma sarcástica, porque
no estaba conforme con que condujera yo.
-
Sí, a mi no me hacen falta tantas cremitas, tampoco
es que vaya a un desfile, nos vamos a un lago que está perdido en el fondo de
un bosque de Bonner – se encontraba en Idaho.
-
Pero a lo mejor como es un sitio muy bonito, habrá
gente – dijo con tono sarcástico.
-
¿Quién va a querer ir allí, a un sitio donde seguro que
el lago está lleno de peces muertos? – dije para desilusionarla.
-
Porque lo digas tú, já – me soltó.
-
Ah ¿no?, ¿cuánto lleva ese lugar sin ser habitado? – intentaba que me diera una verdadera razón por la cual ella parecía
que se iba de vacaciones y yo que me iba hacer de albañil.
-
Vamos a arreglar la casa de tu abuela, no a estar de
veraneo. Además no sé cómo vamos a poder arreglarla solo nosotros dos. Va a ser
imposible en solo un verano. Y tampoco me has dicho dónde nos vamos a alojar,
si se supone que la casa está hecha una penita – necesitaba que me diera unas
cuantas explicaciones, sabiendo que le había dicho que si, así sin más.
-
No te preocupes, cuando lleguemos lo arreglaremos.
No pasa nada, yo me encargo. Además allí todos me conoces. Recuerda llevo yendo
allí desde que era un bebé. – intentaba tranquilizarme. No estaba nada
tranquilo.
Metimos
todo lo necesario en el maletero de mi jeep. Al ser grande conseguimos que
cupiera las tres maletas de Mía, las cajas de herramientas, las neveras con
comida, el congelador llenito de cosas, comestibles claro, etc. Si nos paraba
la poli por inmigrantes, era de esperar.
-
¿Seguro que no te has dejado nada? A lo mejor te
falta meter la casa en el coche directamente ¿no? – le pregunté a Mía por
milésima vez.
-
¡Que no! Vámonos ya que si no no llegaremos hasta
el mes que viene – dijo mientras se sentaba en el asiento del copiloto.
Metí las
últimas cosas en el maletero y me senté en el asiento del conductor. Me puse el
cinturón y arranqué.
-
Pues ya estamos listos. ¡En marcha! – dije en modo
superhéroe.
Conduje
durante una hora y media al lado de una imitadora de Cold Play… no he visto a
una entusiasta más implicada en un grupo que Mía. Se paso la mayor parte del
trayecto cantando hasta que el CD agotó todas las canciones del grupo y se
quedó dormida. Me encanta cuando está feliz, sus ojos color castaño avellana
con pequeñas aureolas de color verde aceituna brillan sin parar, siempre me
quedo embobado mirándola, es como si de sus ojos de un momento a otro fueran
salir pequeñas llamas de luz con diminutas chispas. Y cuando se pone a bailar y
a saltar es como si la diera igual si la gente pensase si está loca o no.
Después
de la muerte de su abuela, Mía perdió ese brillo y se encerró en sí misma, se
apagó. Alguien que había sido mi pilar en el instituto, que evitaba que mi
orgullo se desplumara cuando una chica me daba calabazas, esa chica, esa luz
que brillaba dentro de ella, se había esfumado. Es por eso que cuando
estábamos en el coche y Mía no paraba de cantar, con el peligro de provocar que nos chocáramos, esa chica que tanto echaba de menos, en
ese momento, me había dado cuenta de que había vuelto.
La chica
que ayudé cuando éramos pequeños, y que se coinvirtió en mi mejor amiga, esa
niña, había crecido.
Ya no era
la pequeña niña de gafitas que siempre iba con cintas, era una chica de metro
sesenta y siete, con un pelazo castaño que siempre huele tan dulce cuando me
abraza. Con sus enormes ojos, su piel tan clara que da miedo que el sol la de por si se quema, y con
sus siempre sonrojadas mejillas. Esa era mi amiga, la que estaba dormida en el
asiento del copiloto de mi Jeep, y que siempre será eso, mi amiga y nada más.
Después
de haber conducido la mayor parte del trayecto lo mejor era que
parasemos para descansar y comer algo. Ya había oscurecido. Decidí que el mejor
sitio sería la gasolinera más cercana. Cuando aparque, tuve que intentar
despertar a Mía, porque aunque el coche ya no producía ese ronroneo que había
hecho que se adormilara, ella aún seguía profundamente dormida.
Me
acerqué a ella, la acaricié la nariz, su pequeña y adorable naricilla, siempre
se había peleado con mucha gente por cogérsela. Me acerqué y probé un truco que
siempre funcionaba, apreté su nariz para que no pasara aire, de tal modo que si
intentaba respirar se ahogaría y se despertaría. A cambio lo único que recibí
fue una mala contestación.
-
Peter, si querías avisarme de que ya hemos llegado,
solo tenías que decirlo. – masculló.
-
¿Cómo? Pensaba que estaba dormida – la dije
sorprendido.
-
¿Dormida? Con lo mal que conduces es imposible.
Menudas subidas y bajadas hacías. ¿Estás entrenando para el circo? –
Por su
tono, parecía que estaba enfadada por no poder dormir. Siempre tiene un mal
despertar.
De pequeños,
en los campamentos, siempre me despertaba antes que ella y como me aburría
hasta que nos tocaran las primeras actividades, siempre la iba a despertar.
Cuando la hacía el truco de la nariz su reacción no era tan amable como la de
hoy, más bien se levantaba con el pelo hecho una maraña con cara de psicópata y
se abalanzaba sobre mí, en más de una ocasión me propinó algún que otro
puñetazo, es por eso que los dientes no tardaron en caérseme todos, ya estaba
Mía para arreglarlo.
Nos
acercamos al restaurante. No era que digamos un restaurante de lujo, era lo
suficientemente aceptable como para poder comer allí y descansar de un viaje de
3 horas.
Nos
acomodamos en la mesa más alejada para estar tranquilos. No era un restaurante
al que solía ir la gente, más que nada porque solo estábamos nosotros dos, un
hombre apostado en la barra bebiendo, la camarera y el cocinero.
Mía cogió
la carta del extremo derecho de nuestra mesa. El pequeño librito de dos hojas,
tenía un color beige desgastado y el cartón estaba plastificado, pero era
inútil, porque a pesar de que estuviera plastificado el tiempo había hecho que
las puntas del libro se partieran dejando al descubierto trozos de papel blanco
que en algún momento fue de otro color.
Mía me lo
pasó. Miré las largas listas de comida. A la derecha se encontraban los
bocadillos, a la izquierda las raciones y los platos y detrás, arriba estaban
los sándwiches y debajo las bebidas y los postres. Tampoco había mucha
variedad. Decidí que me pediría en poco tiempo, por lo que vi en su cara, Mía
también.
Se acercó
la camarera hasta nuestra mesa. Era una chica guapa, muy alta rubia y con unos
bonitos ojos azules. Vestía un vestido negro un delantal de cuadros rosas y
blancos. Al fijarme en el cocinero, que salió de detrás de la barra, supuse que
la chica trabajaba aquí, seguramente él era su padre, tenían un cierto parecido.
La chica
nos sonrió.
-
¿Qué van a pedir? – preguntó en tono
cansado.
Supuse
que ella sería la única camarera que habría en el local y debería de
haber trabajado durante todo el día.
-
Yo tomaré un sándwich vegetal y un zumo de piña –
contestó Mía.
Ella
siempre tan sana. No come dulces ni guarrerías. Y rara vez la veo comer carne.
Aunque sé que le encantan las hamburguesas. Por eso es tan delgada.
-
Vale… - dijo la camarera mientras escribía en una
pequeña libreta.
-
Y yo tomaré un bocadillo de bacón con salchichas y
huevo, y de beber una Coca-cola – dije sin pestañear.
-
Vale en seguida lo traigo – me contesto y antes de
girarse me guiñó un ojo. ¡Qué extraño!
Mía se había
puesto una coleta. Esta hacía que su cuello se realzase y al mismo tiempo era un
fastidio. Era tan guapa. ¿Por qué nunca me había atrevido a decirle que estaba
enamorado de ella? ¿Por qué nunca le habría dicho que es la razón por la que
siempre iba con una sonrisa al instituto? Para verla a ella.
Un pelo
color castaño con reflejos rojos cobrizos, que cuando nos tumbamos en el césped
de mi casa a ver las nubes por las tardes, se me enreda entre los dedos, porque
a ella le encante que se lo acaricie. Y una sensación que sale desde dentro de mí
y hace que mi alma me duela por no decirle lo que siento por ella, cuando me
abraza.
Mía se
había quedado extrañada mirándome y yo desperté de mi sueño.
-
¿Qué pasa? – la pregunté extrañado.
-
No, ¿qué te pasa a ti? Que te has quedado mirándome
–
-
Perdón es que me he quedado como dormido pensando en
cuántas aguadillas te haré en el lago – intenté librarme de la pregunta.
<<
¿Por qué no se lo dices estúpido? >> Me contestó mi subconsciente.
-
Ya, porque lo digas tú – me contestó con descaro.
-
Por supuesto, listilla – me estaba divirtiendo
bastante.
-
Estás delante de la tricampeona de natación y
waterpolo. ¿Quieres retarme? – me invitó a la apuesta.
-
Solo digo que… - me interrumpió la presencia de la
camarera con nuestra comida. Salvado por la campana.
-
Gracias – dijo Mía. Se la notaba que tenía hambre.
-
Si queréis algo solo tenéis que pedirlo – se alejo
con la bandeja vacía y con aire cansado. <<Pobre>> pensé.
Comimos
en silencio durante solo tres minutos. Cuando Mía se hubo aburrido y terminado
de comer, empezó a tirarme lo que se llamaría los restos de una cena poco
sustanciosa o también llamado las migas de pan de su plato. Tuve que contraatacar con las migas de pan de mi bocata. Al final dejamos la mesa llena de
porquería y tuvimos que pedir disculpas a la camarera y al cocinero por nuestra
mala educación.
Salimos
del restaurante y nos fuimos al coche. Mía parecía cansada. Llevábamos desde después
de comer viajando. Se sentó, yo me asome por la puerta del conductor.
-
Mía ¿quieres tumbarte en la parte de atrás para
dormir? – la pregunte preocupado.
-
Vale, creo que es lo mejor – lo estaba deseando.
Mientras yo
conducía, Mía dormía. Era adorable hasta durmiendo. ¿Por qué era tan cobarde? No
lo sé pero este verano tenía que arreglarlo.
Me
encontraba en mi Jeep, conduciendo por una carretera oscura y con luz a cada
pocos kilómetros, recordando las veces que venía por aquí cuando iba con Mía
por vacaciones. Por carreteras que no sabíamos adónde llevaban salvo mis
padres, unos padres que creía que eran mis Padres, pero que tan solo me
mintieron. Unas vacaciones que tanto añoraré, cuando nosotros dos, Mía y yo, éramos
pequeños, que soñábamos con ser grandes. Con ser las personas más increíbles del
mundo.
Un tiempo
en que no nos importaba si eras chica o chico, si era guapa o no, que tan solo
lo que dolía eran las heridas que te hacías tirándote al lago y no las heridas
que tienes y no se curan dentro del corazón. Un tiempo al que desearía volver
con ella.
No hay comentarios:
Publicar un comentario