viernes, 19 de julio de 2013

CAPÍTULO 5


CAMINOS DEL PASADO

PETER

¿Tienes todo? – la pregunté a Mía antes de introducirnos dentro de mi coche.
Decidimos que conduciría yo, porque al ser mayor que ella tengo más experiencia conduciendo, también para no perdernos.

-          Sí, me hecho varias listas. Una para las cosas importantes, como medicinas, cremas, etc. Otra para las cosas menos importantes, como los gofres que tanto te gustan o la barca hinchable. ¿Para qué la queremos? Bueno otra para revisar las listas y otra para asegurarme de que a ti no te faltaba nada. No te falta nada ¿Verdad? – lo dijo de forma sarcástica, porque no estaba conforme con que condujera yo.

-          Sí, a mi no me hacen falta tantas cremitas, tampoco es que vaya a un desfile, nos vamos a un lago que está perdido en el fondo de un bosque de Bonner – se encontraba en Idaho.

-          Pero a lo mejor como es un sitio muy bonito, habrá gente – dijo con tono sarcástico.

-          ¿Quién va a querer ir allí, a un sitio donde seguro que el lago está lleno de peces muertos? – dije para desilusionarla.

-          Porque lo digas tú, já – me soltó.

-          Ah ¿no?, ¿cuánto lleva ese lugar sin ser habitado? – intentaba que me diera una verdadera razón por la cual ella parecía que se iba de vacaciones y yo que me iba hacer de albañil.

-          Vamos a arreglar la casa de tu abuela, no a estar de veraneo. Además no sé cómo vamos a poder arreglarla solo nosotros dos. Va a ser imposible en solo un verano. Y tampoco me has dicho dónde nos vamos a alojar, si se supone que la casa está hecha una penita – necesitaba que me diera unas cuantas explicaciones, sabiendo que le había dicho que si, así sin más.

-          No te preocupes, cuando lleguemos lo arreglaremos. No pasa nada, yo me encargo. Además allí todos me conoces. Recuerda llevo yendo allí desde que era un bebé. – intentaba tranquilizarme. No estaba nada tranquilo.

Metimos todo lo necesario en el maletero de mi jeep. Al ser grande conseguimos que cupiera las tres maletas de Mía, las cajas de herramientas, las neveras con comida, el congelador llenito de cosas, comestibles claro, etc. Si nos paraba la poli por inmigrantes, era de esperar.

-          ¿Seguro que no te has dejado nada? A lo mejor te falta meter la casa en el coche directamente ¿no? – le pregunté a Mía por milésima vez.

-          ¡Que no! Vámonos ya que si no no llegaremos hasta el mes que viene – dijo mientras se sentaba en el asiento del copiloto.

Metí las últimas cosas en el maletero y me senté en el asiento del conductor. Me puse el cinturón y arranqué.

-          Pues ya estamos listos. ¡En marcha! – dije en modo superhéroe.


Conduje durante una hora y media al lado de una imitadora de Cold Play… no he visto a una entusiasta más implicada en un grupo que Mía. Se paso la mayor parte del trayecto cantando hasta que el CD agotó todas las canciones del grupo y se quedó dormida. Me encanta cuando está feliz, sus ojos color castaño avellana con pequeñas aureolas de color verde aceituna brillan sin parar, siempre me quedo embobado mirándola, es como si de sus ojos de un momento a otro fueran salir pequeñas llamas de luz con diminutas chispas. Y cuando se pone a bailar y a saltar es como si la diera igual si la gente pensase si está loca o no.

 

 

Después de la muerte de su abuela, Mía perdió ese brillo y se encerró en sí misma, se apagó. Alguien que había sido mi pilar en el instituto, que evitaba que mi orgullo se desplumara cuando una chica me daba calabazas, esa chica, esa luz que brillaba dentro de ella, se había esfumado. Es por eso que cuando estábamos en el coche y Mía no paraba de cantar, con el peligro de provocar que nos chocáramos, esa chica que tanto echaba de menos, en ese momento, me había dado cuenta de que había vuelto.

La chica que ayudé cuando éramos pequeños, y que se coinvirtió en mi mejor amiga, esa niña, había crecido.

Ya no era la pequeña niña de gafitas que siempre iba con cintas, era una chica de metro sesenta y siete, con un pelazo castaño que siempre huele tan dulce cuando me abraza. Con sus enormes ojos, su piel tan clara que da  miedo que el sol la de por si se quema, y con sus siempre sonrojadas mejillas. Esa era mi amiga, la que estaba dormida en el asiento del copiloto de mi Jeep, y que siempre será eso, mi amiga y nada más.

 

Después de haber conducido la mayor parte del trayecto lo mejor era que parasemos para descansar y comer algo. Ya había oscurecido. Decidí que el mejor sitio sería la gasolinera más cercana. Cuando aparque, tuve que intentar despertar a Mía, porque aunque el coche ya no producía ese ronroneo que había hecho que se adormilara, ella aún seguía profundamente dormida.

 

Me acerqué a ella, la acaricié la nariz, su pequeña y adorable naricilla, siempre se había peleado con mucha gente por cogérsela. Me acerqué y probé un truco que siempre funcionaba, apreté su nariz para que no pasara aire, de tal modo que si intentaba respirar se ahogaría y se despertaría. A cambio lo único que recibí fue una mala contestación.

-          Peter, si querías avisarme de que ya hemos llegado, solo tenías que decirlo. – masculló.

-          ¿Cómo? Pensaba que estaba dormida – la dije sorprendido.

-          ¿Dormida? Con lo mal que conduces es imposible. Menudas subidas y bajadas hacías. ¿Estás entrenando para el circo? –

Por su tono, parecía que estaba enfadada por no poder dormir. Siempre tiene un mal despertar.

De pequeños, en los campamentos, siempre me despertaba antes que ella y como me aburría hasta que nos tocaran las primeras actividades, siempre la iba a despertar. Cuando la hacía el truco de la nariz su reacción no era tan amable como la de hoy, más bien se levantaba con el pelo hecho una maraña con cara de psicópata y se abalanzaba sobre mí, en más de una ocasión me propinó algún que otro puñetazo, es por eso que los dientes no tardaron en caérseme todos, ya estaba Mía para arreglarlo.

 

Nos acercamos al restaurante. No era que digamos un restaurante de lujo, era lo suficientemente aceptable como para poder comer allí y descansar de un viaje de 3 horas.

Nos acomodamos en la mesa más alejada para estar tranquilos. No era un restaurante al que solía ir la gente, más que nada porque solo estábamos nosotros dos, un hombre apostado en la barra bebiendo, la camarera y el cocinero.

Mía cogió la carta del extremo derecho de nuestra mesa. El pequeño librito de dos hojas, tenía un color beige desgastado y el cartón estaba plastificado, pero era inútil, porque a pesar de que estuviera plastificado el tiempo había hecho que las puntas del libro se partieran dejando al descubierto trozos de papel blanco que en algún momento fue  de otro color.

Mía me lo pasó. Miré las largas listas de comida. A la derecha se encontraban los bocadillos, a la izquierda las raciones y los platos y detrás, arriba estaban los sándwiches y debajo las bebidas y los postres. Tampoco había mucha variedad. Decidí que me pediría en poco tiempo, por lo que vi en su cara, Mía también.

Se acercó la camarera hasta nuestra mesa. Era una chica guapa, muy alta rubia y con unos bonitos ojos azules. Vestía un vestido negro un delantal de cuadros rosas y blancos. Al fijarme en el cocinero, que salió de detrás de la barra, supuse que la chica trabajaba aquí, seguramente él era su padre, tenían un cierto parecido.

La chica nos sonrió.

-          ¿Qué van a pedir? – preguntó en tono cansado.

Supuse que ella sería la única camarera que habría en el local y debería de haber trabajado durante todo el día.

-          Yo tomaré un sándwich vegetal y un zumo de piña – contestó Mía.

Ella siempre tan sana. No come dulces ni guarrerías. Y rara vez la veo comer carne. Aunque sé que le encantan las hamburguesas. Por eso es tan delgada.

-          Vale… - dijo la camarera mientras escribía en una pequeña libreta.

-          Y yo tomaré un bocadillo de bacón con salchichas y huevo, y de beber una Coca-cola – dije sin pestañear.

-          Vale en seguida lo traigo – me contesto y antes de girarse me guiñó un ojo. ¡Qué extraño!


Mía se había puesto una coleta. Esta hacía que su cuello se realzase y al mismo tiempo era un fastidio. Era tan guapa. ¿Por qué nunca me había atrevido a decirle que estaba enamorado de ella? ¿Por qué nunca le habría dicho que es la razón por la que siempre iba con una sonrisa al instituto? Para verla a ella.

Un pelo color castaño con reflejos rojos cobrizos, que cuando nos tumbamos en el césped de mi casa a ver las nubes por las tardes, se me enreda entre los dedos, porque a ella le encante que se lo acaricie. Y una sensación que sale desde dentro de mí y hace que mi alma me duela por no decirle lo que siento por ella, cuando me abraza.

 

Mía se había quedado extrañada mirándome y yo desperté de mi sueño.

-          ¿Qué pasa? – la pregunté extrañado.

-          No, ¿qué te pasa a ti? Que te has quedado mirándome –

-          Perdón es que me he quedado como dormido pensando en cuántas aguadillas te haré en el lago – intenté librarme de la pregunta.

<< ¿Por qué no se lo dices estúpido? >> Me contestó mi subconsciente.

-          Ya, porque lo digas tú – me contestó con descaro.

-          Por supuesto, listilla – me estaba divirtiendo bastante.

-          Estás delante de la tricampeona de natación y waterpolo. ¿Quieres retarme? – me invitó a la apuesta.

-          Solo digo que… - me interrumpió la presencia de la camarera con nuestra comida. Salvado por la campana.

-          Gracias – dijo Mía. Se la notaba que tenía hambre.

-          Si queréis algo solo tenéis que pedirlo – se alejo con la bandeja vacía y con aire cansado. <<Pobre>> pensé.

Comimos en silencio durante solo tres minutos. Cuando Mía se hubo aburrido y terminado de comer, empezó a tirarme lo que se llamaría los restos de una cena poco sustanciosa o también llamado las migas de pan de su plato. Tuve que contraatacar con las migas de pan de mi bocata. Al final dejamos la mesa llena de porquería y tuvimos que pedir disculpas a la camarera y al cocinero por nuestra mala educación.

 

Salimos del restaurante y nos fuimos al coche. Mía parecía cansada. Llevábamos desde después de comer viajando. Se sentó, yo me asome por la puerta del conductor.

-          Mía ¿quieres tumbarte en la parte de atrás para dormir? – la pregunte preocupado.

-          Vale, creo que es lo mejor – lo estaba deseando.

Mientras yo conducía, Mía dormía. Era adorable hasta durmiendo. ¿Por qué era tan cobarde? No lo sé pero este verano tenía que arreglarlo.

Me encontraba en mi Jeep, conduciendo por una carretera oscura y con luz a cada pocos kilómetros, recordando las veces que venía por aquí cuando iba con Mía por vacaciones. Por carreteras que no sabíamos adónde llevaban salvo mis padres, unos padres que creía que eran mis Padres, pero que tan solo me mintieron. Unas vacaciones que tanto añoraré, cuando nosotros dos, Mía y yo, éramos pequeños, que soñábamos con ser grandes. Con ser las personas más increíbles del mundo.

Un tiempo en que no nos importaba si eras chica o chico, si era guapa o no, que tan solo lo que dolía eran las heridas que te hacías tirándote al lago y no las heridas que tienes y no se curan dentro del corazón. Un tiempo al que desearía volver con ella.


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